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Por si pierdo las maletas

Historia

Calzadas romanas

Los romanos construyeron más de 90.000 kilómetros de calzadas. Todas ellaspartían de la capital del imperio y, por eso, desde entonces, se dice aquello de que “todos los caminos conducen a Roma”. En los últimos años de la República (hacia el 30 a.C.), casi toda la península itálica estaba surcada por esta red de vías. Medio siglo más tarde, era posible viajar por ellas desde las Columnas de Hércules (Estrecho de Gibraltar) hasta el Bósforo, e incluso más lejos. Sólo en el norte de África llegó a haber entre 15.000 y 20.000 kilómetros, sin contar las vías reservadas únicamente para el traslado de tropas ni tampoco las rutas de caravana.
En un principio fueron construidas para el ejército, pero también sirvieron al Gobierno y mejoraron infinitamente el comercio y la vida de la población en general. Son famosas por la rectitud de su trazado, sobre todo si tenemos en cuenta de que los romanos carecían de mapas fiables a escala y de brújulas. Sin embargo, poseían un gran dominio de la geometría del espacio, lo que les permitía, por ejemplo, calcular la distancia existente entre dos puntos inaccesibles. Por eso, las vías seguían siempre las rutas más directas y corrían prácticamente en línea recta durante distancias considerables. Aún hoy es un misterio cómo los topógrafos romanos lo lograron.
Lo primero que hacían era establecer la ruta a seguir, y después, la llevaban al terreno para comprobar los obstáculos con los que se encontraban. A diferencia de las calzadas normales, las grandes vías consulares como la Vía Apia, implicaban obras de gran envergadura.
El proceso era el siguiente: excavaban un par de surcos paralelos a 40 pies romanos (12 metros aproximadamente) de distancia entre sí para definir el trayecto de la calzada y señalar sus márgenes exteriores; después se excavaba un foso entre los surcos hasta llegar a una base de piedra o arcilla. Si el terreno era inestable se colocaba debajo una capa de pilotes para dar consistencia a la base. Después se rellenaba, colocando primero una capa de cascotes con mortero, luego otra de arcilla y, por último, una tercera de arena gruesa, sobre la que se situaban las losas de piedra perfectamente ensambladas unas con otras.
Con el transcurso del tiempo se fueron acondicionando atajos para salvar los obstáculos naturales, como los pasos en las montañas o los puentes y los túneles. En los años de esplendor del imperio no parecía existir nada que parase a Roma, y su red viaria no era tampoco ninguna excepción.